Manairó

Manairó: un restaurante donde otra creatividad es posible
Manairó
Manairó
18 Mayo, 2015
Jordi Luque

Cuando se hizo suya aquella proclama de Jacques Maximin – creatividad es no copiar –, a Ferran Adrià le salieron copiones por todas partes. Repetir aquellas técnicas, ¿es creatividad o manierismo? Sólo hay una respuesta posible, una respuesta oxímoron: creatividad es no copiar.
La búsqueda de un lenguaje propio es un camino lleno de espinas, envidias e incomprensión. No es camino para pusilánimes. Pero es la única forma de ser original.

El chef Jordi Herrera ha recorrido ese camino, vaya si lo ha hecho, desarrollando una cocina única, tan reconocible como un cisne negro posado sobre la nieve. Lo suyo le ha costado llegar al menú de 16 servicios, el menú Manairó, que ofrece en su restaurante homónimo. Sangre, sudor y euros. “Estoy contento”, dice, “mal iríamos si no lo estuviera después de 11 años de pérdidas”.

Todo en Manairó es único, desde la decoración y las esculturas, desarrolladas por el mismo Herrera, hasta los excelentes vinos de la casa, Terra Alta y Empordà, o los aparatejos que Jordi inventa para cocinar, el último, una centrifugadora para cocer carne que conserva hasta la última gota de jugo.

Único es también el primer pase de este menú de exhibición, el cap i pota con curry, que emula la textura de un pan de gambas. “Nunca se había hecho un cap i pota como este”, dice Herrera. Y añade una frase que podría repetir plato tras plato: “Puede gustarte o no, pero no lo comerás en ningún otro sitio”.

Seguimos con el bonito curado, “mantequilla de mar”, dice el chef, y la verdad es que el bonito, afinado por la salazón, se deshace entre la lengua y el paladar. El tercer servicio es un plato antológico, mar y montaña esencial: puré de judía blanca, panceta confitada y caviar de arenques; sabores intensos, definidos; una bomba de placer que tiene réplica en la pizza de gorgonzola que me sirven a continuación, una pizza esférica, diminuta, pero con la potencia del Vesuvio cuando devoró Pompeya.

Llega con otro plato desbordante, las gambas ahumadas con revuelto de acelgas, y otro más que me hace estremecer: el jurel con piel de congrio a la meunière: ácido, perfumado, marino, desenfreno de texturas, sabores y temperaturas. Las cocotxas de calamar con ajitos tiernos y pil pil de turbó demuestran que no hay producto pobre sino cocineros con la imaginación en bancarrota, punto que confirman los callos de congrio con boletus. Sin renunciar al lujo, Jordi esconde bajo espuma de trufa, un ravioli de foie espléndido, entre los mejores hígados que he comido.

Ya sólo quedan sus famosos calamares a la romana (de yema de huevo); las carrilleras de cordero, escándalo de sabor y textura; y… ojo… la carne cocinada en la centrifugadora. Jordi Herrera es el chef bricoleur, como dice Pau Arenós, y lo es por algo. Ver como maneja esta cazuela que gira sobre un eje de torno, al tiempo que aplica calor con el soplete, es un espectáculo. Me cuenta Jordi que su tío, la persona más inteligente que jamás ha conocido, fabricaba a mano las cajas de cambio de los camiones Pegaso. Me pregunto si de él habrá heredado la pasmosa habilidad de crear herramientas.

Los postres son también memorables, unas fresas con nata ácidas, necesaria limpieza después de tanta exhuberancia, y una roca blanda de chocolate con helado de iogur de cabra y toffee.

No copiar, no copiar. Jordi Herrera no copia, crea, y Manairó es su reino, su cabeza.

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